sábado, 19 de octubre de 2013

Prostitución.

Tres días hace que las vi en la calle y su imagen todavía perdura en mi memoria. Con ropajes vulgares y casi inexistentes en un intento desesperado por ser sensuales y provocativas. La imagen de aquellas mujeres se me quedó grabada en la mente. Trataban de captar clientes a la desesperada: se acercaban a los hombres y les susurraban provocaciones al oído mientras los manoseaban ligeramente. Me quedé observándolas durante largos minutos. Algunas veces se gritaban entre ellas; otras, subían a una pensión cercana con desconocidos que pagaban por un rato de desahogo; algunas de ellas filtraban en un intento no muy fino con el fin de conseguir clientes.
Las había de todo tipo: desde mulatas con curvas y acento dulzón, hasta esqueletos andantes en los que la droga había hecho mella; pasando por rusas, moldavas o ucranianas.

El mundo dándoles la espalda y allí estaban ellas, exhibiéndose como carne, humillándose y hundiendo su dignidad en un pozo profundo y oscuro. Vendiéndose como reinas de la noche y sintiéndose solas cada hora de su existencia.

Me senté en un portal de la calle de enfrente y analicé las sensaciones que me producía el verlas allí.  Descubrí que mi primera reacción fue de repudio. Me producía impacto ver a aquellas mujeres allí de pie insinuándose a cualquiera que pasase, y aquello despertaba en mi el rechazo ante aquella escena tan grotesca. Observé que era la primera reacción que tenían la mayoría de las demás personas que transitaban la calle; que todas miraban a esos seres tan por encima del hombro como lo estaba haciendo yo. Y fue entonces cuando las preguntas comenzaron a surcar mi mente: ¿Por qué nos creíamos el resto de la gente con derecho a juzgarlas?¿Por qué esa sensación de ser mejores que ellas?¿Quién sabía de las historias de cada una de ellas como para mirarlas y tratarlas de ese modo?

Seguí fijándome más y me percaté de que detrás de la mirada provocadora de cada una de aquellas hadas corrompidas existía un fantasma oscuro. Sus ojos mostraban una tristeza que yo nunca había visto y, en aquel momento, mi rechazo antes proferido hacia ellas, se volvió contra toda aquella gente que, como yo, las había prejuzgado y las miraban con desdén. Se me llenó el cuerpo de una tristeza profunda y la compasión afloró dentro de mí. Quería acercarme y hablar con cada una de aquellas mujeres y saber de sus vidas, conocer las circunstancias que las habían llevado a su situación. La ternura se despertó en mí y, con ella, la rabia. Poco a poco la rabia comenzó a ahogarme. Me preguntaba por qué una sociedad como era la occidental, que hinchaba el pecho y presumía de ser progresista y de haber evolucionado, seguía teniendo a la mujer subestimada en tantas ocasiones, como era aquella que estaba presenciando.

Furiosa, me levanté del portal en el que me había sentado y me alejé con la cabeza dándome vueltas, no podía seguir quieta mirando hacia allí fingiendo indiferencia. ¿Cómo era posible que la gente que pasaba por delante suya las mirara de ese modo a ellas y no a los hombres que acudían a su compra? Los transeúntes las miraban con malos ojos, como si de ellas dependiese el estar en aquel lugar, como si hubiesen tenido elección en su vida para ejercer o no esa profesión que muchos afirmaban que era la más antigua del mundo, excusa barata para girar la cabeza y mirar hacia otro lado. Además, ¿qué iban a hacer ellas ante una sociedad que, claramente se veía reflejado en la calle, les daba la espalda?


Estando en este punto de mis cavilaciones, me hice la siguiente pregunta: ¿a quién podía interesarle pagar una noche de sexo decadente y cariño fingido? Volví al lugar para fijarme ahora en la clase de hombres que frecuentaban aquella esquina. Hombres desagradables a los que veías pavonearse delante de ellas con aire de suficiencia, aire que conseguían al sentirse más machos por poder demostrar su virilidad comprando por unas horas a alguna de esas muchachas a las que doblaban en edad y que fingían aplomo sintiendo en realidad un mar de angustia y soledad. Esos hombres parecían reforzar así su poderío. ¿Era este un reflejo de lo que la sociedad ha sido y es desde hace años? ¿La necesidad de tener a un sexo sometido al otro para que el segundo se reafirme en su inventada superioridad física e intelectual?. Por supuesto que sí. Estaba claro que ya no era como tiempo atrás, que no era tan radical, que el machismo había ido reduciéndose poco a poco a lo largo de la historia gracias a la lucha constante de mujeres valientes que habían de destacar en sus sociedades sexistas. Sin embargo, mirando aquella esquina descubrí que aun había que seguir luchando, todavía quedaba un largo camino hasta erradicarlo por completo, pues aun hoy en día se podían apreciar resquicios de este. Resquicios como el que yo había estado observando toda la tarde. Dejes en lugares recónditos. Dejes en esquinas que había que lograr eliminar.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Contradicciones.

Dije ‘no’ y ella contestó ‘sí’. Afirmé yo y ella negó. Pensé ‘blanco’, susurró ‘negro’. ¡Por Dios! ¿Quieres dejarlo ya?. No. ¿Cómo no…?. Sonrió. ‘¿Qué quieres?’ Le preguntó a su propio reflejo. Suspiró. Jamás se entenderían.